Los gobiernos de Bolivia, Venezuela,
Ecuador y Nicaragua confirman que es posible usar la Democracia contra sí misma
para dar vida a regímenes autoritarios. La condición esencial es reducir la
Democracia al simple acto de votar. Los cimientos que permiten tamaña estafa
son los propios ciudadanos, ajenos a su potestad soberana. Simón Bolívar lo
sabía: “Un pueblo ignorante es un instrumento ciego de su propia destrucción”.
En Democracia, el pueblo ejerce
su soberanía a través de sus representantes –a quienes elige mediante el voto- y
de mecanismos de participación directa e indirecta. Sin embargo, la ignorancia
ciudadana facilita que su ejercicio soberano sea arrebatado y desfigurado.
El instrumento que permite despojar
a la ciudadanía de su condición soberana es tan letal como sutil: la demagogia,
práctica política destinada a inducir a la acción (votar, marchar, etc.) a
través de la estimulación emocional, impidiendo toda acción consciente. Su
herramienta esencial: la propaganda. A merced de la demagogia, el pueblo
soberano vota o marcha –incluso mata y muere-, pero de forma inducida.
En los procesos electorales, la
demagogia tiene el objetivo de inducir a que el ciudadano vote, pero guiado por
la estimulación de sentimientos elementales; ese es el fin de la propaganda
electoral. Así, se impide que el soberano elija libremente a sus representantes
a través de un proceso de descarte consciente.
Dicho de otro modo: elegir es
seleccionar, el acto de votar expresa esa selección, es una forma de expresar opinión;
votar sin haber seleccionado, es decir, sin que se exprese opinión razonada, es
sólo votar –incluso botar-, no tiene nada que ver con delegar el ejercicio de la
soberanía. Sólo el voto consciente, resultado de la selección, expresa la
voluntad de la ciudadanía. Glorificar las elecciones sin priorizar la formación
ciudadana, es electoralismo ruin.
En cuanto a la participación
ciudadana, la demagogia es igualmente efectiva. Su objetivo es provocar la
acción, generalmente masiva, azuzada por sentimientos encendidos, casi siempre
odios subterráneos o prejuicios prefabricados. La consecuencia es pavorosa: ciudadanos
en marchas errabundas o concentraciones soporíferas de las que poco o nada
saben y que son usadas por otros para legitimar fines lóbregos.
De esta forma, los gobiernos
autoritarios de América Latina legitiman la concentración y uso libertino del
poder a condición de mantener a la ciudadanía en un estado de ignorancia
perpetua. Su acción demagógica combina con malicia dos vicios, uno proveniente
del pasado y otro de la modernidad. Por un lado, el lastre del caudillo providencial,
padre bienaventurado que paga con dádivas y mercedes –a cuenta de todos- las
entusiastas muestras de obsecuencia. Por el otro, la reducción del soberano a frívolo
mercado político, donde el partido aparece transfigurado en marca, el
caudillo/candidato deviene en mercancía, el militante principista ya no tiene
principios y se diluye en la claque, y el dirigente político es sustituido por
el consultor de propaganda.
En este grotesco escenario de
Democracia aparente, donde la demagogia autoritaria campea a través de una permanente
y millonaria campaña propagandística, ya sea directa a través de sedativas arengas
o indirecta mediante los medios de comunicación, el ciudadano abdica su
condición soberana y deviene en séquito electoral, cansina recua de aplauso
fofo y naufragio de impenitentes demandas.
Todo haría suponer que, del lado
de las fuerzas democráticas, la respuesta al autoritarismo sería enarbolar los
principios y las prácticas de la Democracia. Sin embargo, la respuesta opositora
es burocrática, mezquina y dramáticamente similar a las acciones autoritarias:
promover cada quien a “su” candidato y prepararse para los siguientes comicios
(aguanten que ganaremos, parecen decir), dejando a la ciudadanía a merced del despreciable
abuso que le niega sus derechos fundamentales y de una arrolladora maquinaria
propagandística que le despoja sin tregua el derecho a pensar y actuar en
libertad. Así, las fuerzas opositoras capitulan en su función primaria:
contribuir a la formación de la voluntad política de la ciudadanía.
Esgrimiendo una anodina monomanía
electoralista, los opositores esperan derrotar al autoritarismo con algunos
meses de propaganda electoral. Es tal su vocación “urnista” que cuando se clama
unidad para evitar ahora más abusos, la respuesta es esperar a las siguientes
elecciones. En el fondo, esperan que la ciudadanía se desencante sola –que aprenda
a la mala- y que la propaganda electoral –es decir, la demagogia de temporada-
haga el resto.
Sin duda, la lagaña electoralista
ha facilitado, y facilita, las atrocidades de los regímenes autoritarios. Estas
prácticas de sectores opositores no tienen nada que ver con la Democracia, ni
con su defensa. Es como ofrecer resfrío para curar la gripe.
Para sectores opositores, antes
que entregarse al esfuerzo de formar y orientar la opinión ciudadana a través
de la organización de amplias estructuras partidarias programáticas, las tareas
son las mismas que dan aliento al autoritarismo: promover al candidato y
preparar la campaña (para colmo, parecen no advertir que el régimen autoritario
les lleva años de ventaja).
Mientras presenciamos indignados el
repulsivo festín de los pilares de la Democracia, las tendencias opositoras tendrían
que responder con firmeza y de forma permanente, educando y organizando a la
ciudadanía, es decir, constituyéndose en verdaderos partidos políticos. No lo
hacen, de manera que es razonable dudar que maquinarias electoralistas que
invernan entre comicios puedan derrotar al autoritarismo que arremete de forma
permanente.
Sin embargo, todavía estamos a
tiempo. Todavía cobijamos la esperanza de que quienes se dicen demócratas sabrán
defender la democracia democráticamente; es decir, no en los votos vacíos de
reflexión. Todavía hay tiempo para que las fuerzas opositoras echen raíces en
la ciudadanía, para orientarla y conducirla.
Todavía esperamos que los
opositores asuman que “la esclavitud es hija de las tinieblas” (Bolívar) y que
prioricen la información y la formación de la opinión ciudadana -base
insustituible del voto-, antes que la propaganda taimada.
Todavía esperamos que las fuerzas
opositoras se unan, no solo como alianza electoral, sino como iniciativa
permanente que permita frenar al autoritarismo desde ahora y que en las urnas
el ciudadano delegue su soberanía con la dignidad de quien asume su rol con la
responsabilidad debida.