¿De dónde viene este caudillo, arrogante y
carismático, con el verbo dudoso y enardecido, con su prédica tóxica, sus
amenazas apocalípticas y sus promesas infringidas? ¿De dónde viene aquel de la
conspiración oscura, de la trampa y la emboscada, de la exaltación de la virtud
de la intriga? ¿De dónde viene el opositor, armado de crítica áspera y de
ambición encendida, esperanzado en su turno de medrar del mismo poder, bajo
nuevas banderas raídas? ¿De dónde venimos todos, soberanos de una Democracia
que no conocemos y a la que sólo recurrimos para saciar algún apetito roñoso?
¿De dónde? ¡Del pasado!
A diferencia de
la liturgia oficial, ruidosa en pompa y discurso, en Bolivia no asistimos a
ningún proceso de cambio que abra las puertas al esquivo progreso; todo lo
contrario. El régimen político actual, expresado en el gobierno y la oposición,
concentra todos los vicios de una cultura política pseudo-democrática, cuyas
raíces se hunden en polvorientas prácticas coloniales, y que nos persigue, como
fantasma penitente, desde 1825.
Convertido en
extravagante máquina del tiempo, el gobierno de Evo Morales ha enfilado rumbo
seguro; su norte, el pasado. En sus manos, las más abyectas y vetustas
prácticas políticas se persiguen, remiendan y reproducen, acompasadas por
ideologías esotéricas y despiadadas. La oposición, conservadora y estéril, se
muestra melancólica, mascullando el ensueño de la restauración. El saldo
provoca desaliento: el presente parece ser sólo una tradición que continuar,
jamás un futuro a realizar.
Antes que
revivir el pasado, por interés timador o por afán depravado, hay que tener la
entereza de asimilarlo, con sus luces y sombras, pues es la única manera de
trascenderlo, de una vez.
Del seno de
la Real Audiencia de Charcas, Bolivia nació a la vida independiente como un
Estado republicano, asentado en los pilares de la Democracia Representativa. Sin
embargo, si en apariencia Bolivia daba sus primeros pasos a la sombra de
postulados liberales, su consolidación estaba lejos de realizarse.
Al nacer, la
economía se caracterizaba por la coexistencia de dos formas de producción, una
precapitalisla –la más importante-, expresada en el latifundio, la comunidad
campesino-indígena y los talleres artesanales; y otra capitalista, hondamente embrionaria,
vinculada a la producción minera y a los talleres textiles (obrajes). Luego de
16 años de cruenta guerra, esta economía, de rostro combinado, mostraba señas
de extenuación y abatimiento.
En el plano
social, si bien indígenas, mestizos y criollos rebeldes habían sido activos
protagonistas en el desmoronamiento del régimen colonial, no lo fueron en el
proceso de fundación de la nueva República. Contrariamente, el nacimiento del
nuevo Estado fue iniciativa, tenaz y sombría, de la aristocracia terrateniente,
la cual migró al bando patriota ante la inminente derrota de las huestes realistas,
a cuya sombra había existido.
Mientras los
libertadores se afanaban por conducir a tientas a la nueva República por
senderos liberales, incluso hacia la formación de una gran confederación de las
naciones recién libertadas, la aristocracia terrateniente, erigida como clase
dominante, era ajena a estas aspiraciones, debido a que afincada sus intereses
en el latifundio y la servidumbre; el régimen democrático le era tan ajeno como
los sueños continentales de Bolívar.
De esta
forma, la ausencia de una clase social que materializara el sueño liberal del
Estado Nacional (la burguesía), abrió las puertas a una contradicción que
marcaría a fuego la historia de Bolivia: la existencia de un régimen
democrático formal y la presencia de una clase dominante extraña a todo
principios democrático, la cual apelaría a la Democracia sólo para legitimar su
control abierto o embozado del poder.
Pronto, la
negativa de la aristocracia terrateniente de participar del sueño liberal se
transformaría en conspiración y luego en levantamiento explícito. Al final, los
libertadores terminarían expulsados; la aristocracia criolla se afianzaría en
el poder, dando origen a un régimen excluyente, caracterizado por la lucha de
facciones y la acomodación del régimen democrático a sus propios intereses.
El hecho
trascendental fue que, al nacer y en los primeros años, en Bolivia se moldeó
una cultura política que combinó particularidades de la práctica política
liberal, importada por los libertadores, y de la práctica política colonial,
dándose origen a una cultura política liberal-colonial, expresada en una
Democracia deformada, usada desde entonces para legitimar intereses de los
poderosos de turno: la Democracia Cortesana.
La conclusión
inevitable es que, desde siempre –y hasta hoy-, en el país se ha conspirado
contra cada uno de los principios que perfilan un verdadero régimen
democrático, hasta convertir a la Democracia en espectáculo pueril, una
deslucida ficción, un espejismo maltrecho. La diferencia con el presente es que
ahora esta profanación se practica con sigilosa pulcritud y con ostentosa alevosía.
¿Cuáles son
estos principios, vilipendiados por tradición, y ahora envilecidos por
convicción? La respuesta no sólo intenta describir cómo cada uno de ellos ha
sido y es pervertido por gobernantes y gobernados, busca además desmenuzar las
bases de la Democracia, las mismas que deberían servir como adhesivo para la
formación de un verdadero movimiento de unidad democrática que ponga un alto al
inveterado desgobierno y nos conduzca por sendas de libertad y progreso.
Abordar los
pormenores de la Democracia, no es empeño fácil, acechan los sesgos ideológicos
y las imprecisiones, pero es algo que se debe encarar con el apremio de lo
ineludible; así que es preferible asumir el riesgo del aporte, aunque sea a vuelo
de pluma, pero con rectitud e independencia.
La Democracia es un sistema de
gobierno y de organización del Estado en el que la soberanía reside en el
pueblo. Es decir, y valga la redundancia, en Democracia el pueblo es el
soberano.
Este principio implica un hecho que habitualmente
pasa desapercibido. Para ejercer su condición soberana, el pueblo tiene primero
que asumir consciencia de que es el soberano y luego desarrollar ciertas
competencias que le permitan desempeñarse como tal. Sin duda, este proceso no
se desarrolla por generación espontánea, sino que es, o debe serlo,
consecuencia de una cuidadosa y planificada labor educativa. No es para menos,
una Democracia asentada en un soberano ignorante de su rol está destinada al
desvarío.
Debido a que el ejercicio de la
soberanía requiere de cierto criterio y capacidad, quienes ejercen la soberanía
son aquellos individuos mayores de edad, depositarios de competencias, responsabilidades
y derechos, y a quienes se conoce como ciudadanos.
Así, la constitución de la ciudadanía
implicaría la existencia de dos escenarios: 1. La formación de la “Ciudadanía En
Sí”, o la conversión del individuo en ciudadano formal a partir de alcanzar la
mayoría de edad. 2. La formación de la “Ciudadanía Para Sí”, o el desarrollo de
consciencia de ciudadanía -de ser el soberano en ejercicio- y de las responsabilidades
y derechos que ello implica (otra vez: fenómeno que sólo puede ser resultado de
la educación del individuo).
En una sociedad marcada por el atraso
y por el cultivo de la Democracia con fines utilitarios, la formación de
ciudadanos “para sí” fue y es una tarea ausente. El resultado es pavoroso: un
régimen democrático formado únicamente por ciudadanos formales (en sí), lejos
de toda acción consciente sobre deberes y derechos (para sí). De este hecho se desprende
una pregunta temeraria: si en la Democracia la soberanía recae en el pueblo,
¿cómo puede existir un régimen democrático si el ciudadano no tiene idea de que
es el soberano? La respuesta estremece: sólo existe como simulacro.
La ausencia de una “Ciudadanía Para
Sí” –de un soberano que se sabe y valora como tal- dio nacimiento a dos
fenómenos igualmente infaustos: 1. El uso de la ciudadanía formal (“en sí”) para
la legitimación del poder, incluso contra sus propios intereses, al amparo de
su exigua formación sobre su condición soberana que la empuja a habilitar
gobiernos espurios a través del voto estimulado, carente de información/formación.
2. La formación de una ciudadanía deformada, caracterizada por la vocación
acreedora y rentista; dueña exclusiva de exigencias –que no son lo mismo que
derechos-, es renuente a asumir responsabilidad con el conjunto de la sociedad
y con cada uno de sus sectores.
El pueblo soberano se halla
constituido por individuos libres e iguales.
En sociedades premodernas, la sociedad se caracterizaba por la
subordinación de la individualidad a toda clase de expresiones corporativas:
estamentos, gremios, órdenes religiosas, comunidades, etc.; la vida civil sólo
era posible a condición de pertenecer a algún tipo de comunidad o de ser
súbdito de algún señor o del propio monarca; esta relación de pertenencia
implicaba ausencia de libertad individual y sumisión ante la arbitrariedad.
El tránsito a
la modernidad se asentó, principalmente, en la reivindicación de la individualidad,
basada en la subordinación y la igualdad ante la Ley, a fin de garantizar los
derechos mínimos y la realización plena del individuo (proceso conocido como individuación).
Al nacer Bolivia, y ante la presencia de una economía combinada -en la
que coexisten un pequeño núcleo de modernidad y una amplia base de atraso-, el
paso hacia la individuación o autodeterminación individual, se produjo a
medidas, incluso en grandes sectores de la sociedad, aquellos asentados en prácticas
económicas premodernas, el ser humano sigue definiéndose en base exclusiva a su
pertenencia a una determinada comunidad.
Así, incapaz
de erigirse sobre su propia individualidad, angustiado por una realidad
borrosa, inestable y conflictiva, carente de una institucionalidad democrática
que le otorgase seguridad y confianza, al nacer Bolivia el pueblo
prematuramente abdicó de su potestad soberana, para abandonarse en los brazos
de un ser aparentemente esclarecido, capaz de dar luz allá donde reinaba la
oscuridad: el caudillo (populista o elitista), a cambio de que éste le
confiscase el espíritu y la libertad. Desde entonces, y debido al persistente atraso, este hecho
se mantiene inalterable, no sólo porque la acción política se la entiende como el
perenne exhibicionismo del caudillo, sino también por la obstinada búsqueda
ciudadana del padre protector.
Si en la base de todo el sistema democrático se
halla el pueblo soberano, es decir, la comunidad de individuos libres -titular
del poder-, y que de sus acciones depende la constitución y estabilidad del
Estado y de sus poderes, queda claro que la piedra angular de la Democracia es
–o debería serlo- la existencia de individuos no sólo libres sino competentes
para asumir su papel y luego para desempeñarlo.
De ello se desprende que la libertad, aquella
capacidad de autodeterminación que nos cobija y que da vida a la soberanía
popular, se asienta en tres dimensiones esenciales:
Libertad de pensamiento. Capacidad para
pensar con autonomía, sin ningún tipo de influencia externa que impida la
incubación de pensamientos propios. Aunque resulta obvio, generalmente se pasa
por alto que para actuar, en cualquier sentido y de cualquier forma (votar,
comprar, opinar, protestar, etc.), el individuo experimenta primero,
generalmente de forma inconsciente, un complejo proceso neurofisiológico al que
llamamos pensar. Aunque resulte doblemente obvio, el proceso de pensamiento, en
el que finalmente se asienta la libertad, es un fenómeno exclusivamente
individual: no existe pensamiento que emane de colectivo alguno, menos del
griterío de la muchedumbre, hecho que no niega que el pensamiento individual se
nutre en la interacción. La libertad de pensamiento supone, además, el derecho
a cambiar de opinión; ahí radica, por ejemplo, el derecho a dejar de pensar
como la mayoría, para asumir como propia la opinión de la minoría, o viceversa.
Libertad de expresión. Es la continuación
natural de la anterior. Es el derecho a expresar los pensamientos propios, sin
restricción alguna (sólo aquella contemplada por la ley), libre de todo intento
de manipulación o intimidación.
Libertad de acción. Nace de la secuencia de las dos
anteriores. Se trata del derecho a actuar en concordancia con los pensamientos
concebidos y expresados, siempre al amparo del Estado de Derecho. Actuar
libremente significa actuar por uno mismo, no por coacción externa. Participar
es moverse por sí solo, por convicción, no ser acarreado ni movilizado por
otros. En tiempos en los que se exalta las virtudes de la participación
ciudadana, entendida como proceso que puede iniciarse en la expresión y
prolongarse en las acciones de hecho, debe recordarse que si no se halla
precedida por el ejercicio consciente de la libertad de pensamiento
(información/formación), ésta se reduce a meras acciones errabundas,
generalmente manipuladas, fachada estéril de la que se alimenta todo
manipulador.
En síntesis, la presencia de la libertad se expresaría
en la existencia de personas con pensamientos propios, expresión libre y actuar
consecuente. Sin embargo, la realidad dista en mucho de alcanzar este
postulado. No se puede esconder que, la mayor parte de las veces, los
ciudadanos actuamos con una incultura sobrecogedora en lo referente a los
asuntos públicos, sembrada desde afuera y/o cultivada desde adentro. No otra
cosa expresa el hecho que, de espaldas a toda noción de libertad, lejos de
nuestro papel de titulares del poder, con asombrosa frecuencia nosotros, el
pueblo soberano, nos entregamos sin decoro a caudillos de temporada, de los más
dispares y disparatados pelambres ideológicos, quienes asoman su ambición en
momentos de desesperanza, para mostrarse como los redentores largamente
esperados.
En esencia, la Democracia es un
régimen de consentimiento: el pueblo soberano “consiente” ejercer su soberanía
a través de representantes y de mecanismos de participación (directos e
indirectos).
Este “consentir” implica la existencia
de consciencia de que se es el soberano, primero, y que para ejercer ese rol
vital debe elegir a representantes idóneos y/o participar de forma razonada.
Sin embargo,
desde su nacimiento, la Democracia –deformada por la pervivencia del atraso-
mantuvo lejos de toda participación competente (consciente), y en silencio, a
sus propios ciudadanos. Con una Democracia coja y una ciudadanía muda, las
clases dominantes que se fueron alternando, hasta nuestros días, apelaron a
fabricar el consentimiento ciudadano mediante el uso de una herramienta tan
inefable como efectiva: la demagogia, práctica política destinada a inducir a
la acción (votar, marchar, matar, morir, etc.) a través de la manipulación
emocional (persuasión) y del bloqueo de toda acción racional (desinformación); verdadera
arma de distracción masiva, tan letal como las otras. El objetivo final del
demagogo, de ayer y de hoy, es simple y ladino: fabricar una realidad a imagen
y semejanza de las aspiraciones ciudadanas.
Si en los
primeros años de la República para la fabricación del consentimiento se apelaba
a la arenga y al libelo (era suficiente, debido a que quienes votaban eran
apenas unos pocos), a partir de la segunda mitad del siglo XX se hizo mucho más
efectiva, debido al uso de los medios de comunicación. Este fenómeno llegó a su
máximo grado de perversión en los gobiernos neoliberales, los cuales
trasladaron la lógica del mercado a la arena política: la ciudadanía devino en “mercado
político” al que debe sondearse –no consultarse- a fin de conocer sus
aspiraciones -no sus opiniones-, información usada luego para fabricar y
presentar programas y candidatos que ilusoriamente respondan a esta “demanda”,
aunque luego se haga o se deshaga en sentido contrario.
Pese a sus
arrebatos antineoliberales, el actual régimen usa exclusivamente, y con frenesí,
las más refinadas estrategias del marketing político, estimulando en la
ciudadanía, una y otra vez, toda la gama de emociones -principalmente el miedo-
para mantener viva la desesperanza, y por tanto el apego al caudillo, y el
temor de pensar con alguna independencia.
Esta práctica
de “neoliberalismo político”, se halla sazonada con verdaderas e inefables
prácticas coloniales. La más conspicua: hoy más que nunca la política deviene
en espectáculo, en pompa y dramatización pública, hechos característicos del
mundo colonial. La base de la gestión pública no es la eficiencia, sino más
bien el manoteo extremo del simbolismo, de la ceremonia y del rito.
Pero el
gobierno actual no sólo echa mano de estas armas, sino que las supera. Como
nunca antes, con aséptica felonía, se ponen en escena complejos espectáculos
dramáticos en forma de spots y concentraciones masivas, con el objetivo de
aborregar al individuo, negándosele el derecho a la individualidad. Así, el
lenguaje discursivo y visual convierte a la acción política en simulación y
dramaturgia, cuyos protagonistas sólo pueden existir en uno de dos destinos: la
santidad o la infamia.
Al final, el
resultado ha sido –y es- una ciudadanía que no consiente delegar su soberanía,
sino que es forzada, con sinuoso disimulo, a comulgar en el altar del simulacro
político.
El hastío
frente a este hecho explicaría las frecuentes explosiones ciudadanas que
estremecen al país –incluso a diferentes regiones del mundo- y que, al ser
inconscientes y no tener destino cierto, son rápidamente embaucadas por grupos
y caudillos que las embozan y adormecen, hasta el siguiente estallido.
El hecho que
despierta mayor preocupación es que sectores de la oposición, feroces en el
discurso contra el actual gobierno y a favor de la Democracia (si es sincero,
es muy reciente), apelan a las mismas herramientas –lo hicieron antes cuando
florecían en el poder-, mostrándose que también habitan en el pasado. De ahí
que no sea casual que unos y otros prioricen la propaganda como vehículo de
relacionamiento con la ciudadanía, dejando a un lado todo contacto e
interacción.
En los procesos electorales, el pueblo
delega su soberanía a representantes a quienes elige mediante el voto.
Este principio explica que toda
elección implica un proceso de descarte: se escoge a uno y se descarta a otro u
otros. Este hecho supone que el ciudadano escoge, es decir, selecciona a una de
las opciones contendientes. Para realizar esta selección, el requisito
indispensable es contar con la información suficiente, y la formación básica,
para que el votante pueda identificar las diferencias entre unos y otros.
Sin embargo, la realidad dista en
mucho del ideal. Con la Democracia reducida a juego simbólico, en el que cada
partido se esmera por posicionar, emocionalmente, a su caudillo a través de
hábiles campañas propagandísticas, el ciudadano rinde su raciocinio ante la
abrumadora aplanadora mediática, plagada de simplismo y sensiblería, y concluye
votando por quien, “en apariencia”, responde a sus aspiraciones. No selecciona:
ello supondría un ejercicio racional que le permitiría comparar y contrastar las
opciones en juego; al no contar con los insumos para tan importante labor, sólo
vota, y a ciegas.
Este hecho plantearía que la
legitimidad que emana de las urnas puede ser trucada, y con facilidad. Basta
conocer que el cerebro de todo individuo funciona por defecto en modo emocional
–no racional-, y que el raciocinio disminuye aún más en presencia de la
propaganda o de la efervescente masa, para luego echar mano a las devastadoras
armas de la demagogia (persuasión y desinformación) a fin de presentarse como
la respuesta esperada.
5. PARTICIPACIÓN CIUDADANA
La participación ciudadana tiene el
objetivo de influir en los asuntos públicos, a través de mecanismos directos,
como las asambleas o las acciones de protesta, o de mecanismos indirectos, como
el referendo. Para cumplir tan delicada labor, la población requiere de la
información/formación necesaria para actuar de manera consciente.
Si bien la
participación directa es efectiva en ámbitos reducidos, como una asamblea, no
lo es en condiciones mucho más amplias, por dos razones: 1. Mientras la
cantidad de personas aumenta, la individualidad tiende a declinar, limitándose
la posibilidad de la acción racional, propia y exclusiva de los individuos. 2.
El proceso de masificación directa es el escenario ideal, y favorito, del
demagogo, quien congrega a su rebaño con dos objetivos: aborregar al individuo,
impidiendo su discernimiento individual al calor de sentir una aspiración
compartida, y bañar de legitimidad sus arbitrarias o descarriadas acciones. Si
a ello se suma la ausencia de información sobre los temas a tratar, algo que
también se planifica con incivil insolencia, la conclusión es funesta: la masa,
negación de la individualidad, se constituye en cómplice de su propio
sometimiento.
Con relación
a la participación indirecta, principalmente a través del referendo o la
consulta, ocurre lo mismo que con las concentraciones masivas: se la presenta
como un avance en la Democracia –sin duda que lo es-, al tiempo que se la
apuñala por la espalda al arrebatarle su condición esencial: información
imparcial, oportuna y veraz. Sin ésta, es imposible que la ciudadanía pueda
expresar su opinión, por la obvia razón de que no la tiene, por lo menos una
opinión racional formada a través del análisis de las opciones a dirimir, no por
la atroz acción manipulativa de los hacedores de la ficción política.
El pueblo soberano elige/selecciona a
sus representantes en comicios libres y universales, mediante la Regla de la
Mayoría: gana la mayoría, se respeta a la minoría y se gobierna para todos.
Bajo este principio, los partidos
ponen a consideración de la ciudadanía sus programas y los candidatos capaces
de materializarlos (en ese orden). En un proceso de convencimiento racional,
las tendencias existentes al interior de la ciudadanía se inclinan en favor de
determinadas opciones. El gobierno que se erige del voto mayoritario asume el
poder político como gobierno de todos, respetando la voz disidente.
La regla es simple, como es simple
quebrantarla. Basta con asentarse en la tendencia mayoritaria ciudadana y
aparentar que se la representa, incluso puede que se la represente sin
disimulos ni estafas. Al final, no importa si la inclinación mayoritaria sea o
no ecuánime, lo que vale, para ganar, es decir lo que la gente quiere escuchar.
Es el cinismo puesto al servicio de la toma del poder.
El paso siguiente es igualmente
perverso: ostentar haber nacido del seno de la mayoría, para desoír, peor aún,
para acallar a la minoría derrotada. El resultado: un gobierno que sólo apela a
la mayoría, mediante la acción de una ruinosa maquinaria propagandística, para
legitimar la persecución de todo clamor que desentone con el libreto oficial; de
mejorar sus condiciones de vida, nada. Lo peor: confirmando su famélica
formación democrática, quienes se reclaman de la mayoría, aplauden dóciles la
supresión del “enemigo” (sin embargo, el ensueño cortesano toca a su fin cuando
se osa pensar con alguna autonomía: sobreviene la pérdida de mercedes y
dádivas, cuando no de la propia dignidad a través del ominoso y festivo
linchamiento mediático).
No es todo. Invariablemente, detrás
del escenario prefabricado de unos contra otros, los gobiernos antidemocráticos
esconden un secreto incivil: claman encarnar a la mayoría, cuando en realidad responden
a intereses taimados.
Para evitar arbitrariedades y
garantizar la convivencia en libertad e igualdad, la Democracia presupone la
existencia de un Estado de Derecho –regido por la Constitución y las leyes-, al
que se hallan subordinados, en igualdad de condiciones, tanto gobernantes como
gobernados.
Durante la colonia, y al amparo de la
angurria de poder y riqueza, cobró rango de institución el axioma “la ley se
acata pero no se cumple”, abriéndose las puertas a mayores iniquidades. Con el
advenimiento de la República, y tomando en cuenta la existencia de una
Democracia deformada e instrumentalizada, el respeto a la Ley se mantuvo
condicionado por los intereses de los poderosos de turno. Aquel axioma cobró
carta de ciudadanía. Así, y desde entonces, el Estado de Derecho es o no
respetado según las conveniencias de temporada.
El manoseo estructural del Estado de
Derecho tuvo su origen en los gobiernos militares que sembraron de iniquidades
los primeros años de la República. El modus operandi frecuente consistía en
legalizar cruentas asonadas golpistas, o impíos procesos electorales, con
nuevas cartas magnas que arropaban de legalidad la asunción indecorosa al
gobierno. Una vez en el poder, y con un Congreso amansado, se procedía a
promulgar normas rígidas e inexorables pero de aplicación arbitraria.
Con el gobierno actual, la
irreverencia frente al Estado de Derecho, además de continuar, adquiere formas extremas:
no sólo que no se lo respeta, a la usanza colonial, sino que se lo desmantela
ante el aplauso popular.
El primer eslabón de este pavoroso proceso
fue convocar a una Asamblea Constituyente con el objetivo modificar las bases
esenciales del Estado de Derecho, para abrir las puertas a un régimen
autoritario de apariencia democrática. Aquella Asamblea Constituyente,
mancillada por un sinnúmero de ilegalidades, se entregó de lleno a transcribir
un texto constitucional que llegó desde afuera y por la ventana (de cónclave
soberano, nada). El hecho emblemático fue que la nueva Carta Magna fue esbozada
en un recinto militar, ante el asedio popular cruentamente abatido, proceso que
fue seguido luego en otra ciudad, casi a escondidas, donde fue aprobado sin
siquiera ser leído, menos debatido, para luego ser modificado por un grupúsculo
clandestino que introdujo modificaciones esenciales a la sombra de la ilegalidad.
Finalmente, el documento fue puesto a consideración del pueblo, el cual, guiado
por una ignorancia imbatible –avivada por un manoseo inaudito-, lo aprobó con
mayoría abrumadora. De esta forma, fue ultimado el principio democrático que
establece que toda Constitución debería expresar la voluntad general, no el
deseo inducido y arbitrario de la mayoría ofuscada.
A la aprobación de la espuria Carta
Magna, le siguió, y le sigue, la promulgación de normas destinadas a facilitar
la concentración del poder y la persecución de opositores y críticos al
gobierno. Es decir, la deformación del Estado de Derecho abre las puertas a la
conculcación de libertades y garantías ciudadanas, dentro de un régimen de
traza democrática. El resultado: la justicia indistinguible de la revancha.
Estremecedor fenómeno: gobiernos democráticos devorando desde adentro, cual
cáncer terminal, la Democracia y la libertad que la alimenta, acción punible
que goza de la venia de sectores del propio soberano.
8. INSTITUCIONALIDAD DEMOCRÁTICA
Para suprimir toda tentación autocrática,
la Democracia prevé la separación del poder en varias competencias (poderes) y
ámbitos geográficos, estableciéndose además sistemas de control, contrapesos y
un andamiaje institucional vigoroso y eficiente.
Sin embargo, la inveterada Democracia
Cortesana se asienta, invariablemente, en la supresión de este principio o en
su existencia meramente formal, lo que a la larga viene a ser lo mismo, hecho
que puede confirmarse a través de cuatro acciones (además de muchísimas otras):
vulneración de la independencia de poderes, sometimiento de las FFAA y de la
Policía, pérdida de la independencia sindical y reducción de los partidos
políticos a séquitos electorales.
a. Independencia de Poderes
Casi sin alteraciones, los gobiernos
que se han sucedido en el país han buscado, con todo éxito, el control de los
poderes públicos, las más de las veces a través de acuerdos partidarios que han
loteado los cargos públicos, expresión de la concepción patrimonialista del
Estado y la visión microscópica sobre la Democracia. El objetivo: el control
total del poder, a la usanza premoderna (colonial) o, más cerca, dictatorial,
pero siempre arropado por la apariencia democrática.
El gobierno actual no es la excepción,
todo lo contrario. Con premeditación y aséptica cirugía, se ha avanzado en la
captura de cada uno de los poderes del Estado, unas veces ha bastado sólo la
sumisión de sus propios miembros y otras se ha apelado a la participación
desinformada y manipulada de la ciudadanía, la cual se ha visto estimulada a
actuar sin tener idea alguna de lo que realmente estaba haciendo.
Pero la herida a la Democracia es más
profunda y doliente. Si los poderes del Estado han quedado desde siempre a
merced del gobierno, éste se ha visto sometido a la voluntad omnímoda del líder
providencial, elitista o populista: el caudillo, secundado por sus fieles
cortesanos.
Recordemos que la estructura política monárquica y colonial se basaba en
una relación de reciprocidad entre el rey y sus vasallos. Mientras el primero
tenía facultad de otorgar y quitar, los segundos, reunidos en la Corte, exhibían
sumisión a condición de mantener ciertos privilegios.
Esta relación monarca-corte pasó a la nueva República, casi sin
alteraciones, en la relación caudillo-corte, constituyéndose en la base de la
Democracia Cortesana, que hasta hoy sufrimos, en sustitución de la
institucionalidad democrática.
Queda claro
que en la Democracia Cortesana, el caudillo no sólo envilece y suplanta las instituciones
propias de la Democracia, sino que expresa una escalofriante regresión de la sociedad
a tiempos premodernos, en los que primaban la arbitrariedad, la desesperanza y
la sumisión.
El hecho sorprendente es que, cual museo viviente, las expresiones de la
relación caudillo-corte pueden ser estudiadas aún hoy en día, incluso con mayor
nitidez, debido a la orientación arcaica del actual régimen; curiosamente,
también se muestran, menos estridentes, en los partidos opositores.
Despotismo. Debido a que se sabe por
encima de las desesperanzas del ciudadano común, y que se halla arropado por el
servilismo propio del vasallo, un rasgo particular del caudillo es su talante
despótico e intolerante, a medio paso entre el paternalismo y el garrote; de
ahí que sea difícil creer que acciones importantes de su régimen no tengan su
venia: nada importante ocurre sin la aquiescencia del caudillo.
Esta tendencia atrabiliaria es una de
las características del ejercicio del poder que nos ha acompañado desde
siempre. Su expresión más atroz: la confrontación entre adversarios políticos es
entendida como una misión guerrera; al adversario, considerado el enemigo, le
quedan sólo dos alternativas: rendirse o pagar su osadía (persecución,
encierro, descrédito e incluso la muerte). La acción política reducida a una
cruzada de beatos contra réprobos.
Patrimonialismo. Como en
añejos tiempos coloniales, el caudillo concibe al Estado como una prolongación,
casi natural, de sus posesiones, cuando no de sus ambiciones, de manera que
dispone de todo, y de todos, de forma arbitraria, festiva y manirrota. Las
arcas nacionales son sucursales legítimas de sus bolsillos, y de sus apetitos.
Dueño del poder, el caudillo –erigido en patrón-, dispone del Estado a su
arbitrio, a fuerza de compadrazgos, redes clientelares, alianzas familiares o
de estrechas relaciones personales.
Clientelismo y Prebendalismo. La
concepción patrimonialista del Estado se asienta en la existencia de fuertes
lazos de reciprocidad entre el caudillo y su corte: protección a los segundos, mientras ostenten sumisión y fidelidad
–siempre volátil-, a cambio de seguridad, dineros y posesiones. Sobre la
fidelidad cortesana, no cabe duda que se trata de una vía segura de promoción, ascenso
personal y seguridad laboral. En general, el clientelismo y el prebendalismo
han estado vinculados a sectores vitales para la mantención del poder: valiosos
cortesanos, altos mandos militares y policiales, dirigentes sindicales, líderes
opositores, comunicadores, personajes influyentes, etc.
Equilibrio de tensiones. Debido a
que detrás de la fidelidad al caudillo se encuentra el apetito personal de
cortesanos/as, no el apego a principios ni a programas pues éstos están
ausentes, la forma habitual en la que el caudillo mantiene su estatus es a
través de la promoción de pugnas por privilegios y prebendas al interior de su
propia Corte, hecho que impide la aparición de tendencias o figuras que
cuestionen o disputen su omnímoda presencia.
Sumisión demostrada. Para ser
considerado miembro del círculo estrecho del caudillo, los cortesanos deben
cumplir un doble rol: primero, deben demostrar, de palabra y hecho, sumisión al
caudillo, sin importante si su propia dignidad queda en entredicho; segundo,
como “representar implica actuar en nombre del otro”, el cortesano impenitente debe
reproducir la relación de humillación con quienes se hallan por debajo en su
rango de jerarquía, de ahí que en toda repartición o estructura menor aparezcan
pequeños caudillos, quienes actúan con igual o mayor despotismo que el caudillo
al que emulan.
Con relación
a las FFAA y a la Policía, la cosa es seria. Al ser instituciones que detentan
capacidad de fuego, su poder queda fuera de dudas. De ahí la importancia que le
otorgan los caudillos al sutil arte de amansarlas, a través del control de sus
altos mandos a fuerza de dádivas y dudosas promociones. Incautadas, antes que
cumplir las misiones conferidas por la Constitución, estas instituciones se han
visto rebajadas a cumplir el indigno rol de guardia pretoriana al servicio del
caudillo.
El
envilecimiento de ambas instituciones se expresaría en dos fenómenos que
avanzan en franca purulencia: FFAA sin norte, ignorantes sobre su papel y sus
acciones bajo un régimen democrático, moldeadas únicamente para reprimir con
feroz eficiencia toda asonada popular o para prestarse a embustes que avivan
sentimientos patrioteros y chovinistas, tan arcaicos como la figura del propio
caudillo; y una Policía viciada y viciosa, eficiente para arremeter
–abiertamente o a través de comandos de sangre- contra opositores y
manifestantes, pero incapaz de enfrentar la criminalidad que crece y escala
envalentonada ante la ausencia de policías que apelen a la ciencia antes que al
garrote inquisidor.
c. Independencia Sindical
Los sindicatos son agrupaciones de
trabajadores destinadas a la defensa y promoción de los intereses de sus afiliados.
Su objetivo se reduce, esencialmente, al resguardo de aspiraciones particulares
y concretas. Sólo en casos extremos, el sindicato asume la defensa de intereses
generales, es decir, políticos, hecho que lo enfrenta a los poderes públicos.
Su particularidad más importante es la
independencia frente al empleador y al poder político, sin la cual sería
imposible defender el interés de sus agremiados o de otros sectores agredidos
por el poder público.
Desde sus inicios, primero guiados por
posturas anarquistas y más tarde marxistas, los sindicatos concibieron como
pilar vital de su existencia su independencia. Sin embargo, con la caída del
mundo estalinista y el consiguiente desmoronamiento de los partidos de
izquierda que les otorgaban orientación y destino, los sindicatos iniciaron un
andar errático, siendo fácilmente capturados por ideologías amorfas que fueron
minando su importancia y efectividad en la canalización de sus demandas,
viéndose superados por acciones espontáneas que desembocaron en estallidos
populares sin norte ni conducción.
Sin duda, el más importante estallido
popular espontáneo y caótico ocurrió el 2003, cuando la efervescencia popular,
avivada por un hastío centenario, acabó con el gobierno de entonces, para luego
ser rápidamente ensillado por una ideología farolera y disforme que unía, sin
pudor intelectual, posiciones indigenistas, nacionalistas y estalinistas,
dándose vida al régimen actual.
Rápidamente, al tiempo que se procedía
a desmontar la institucionalidad democrática, los sindicatos se vieron
cooptados al amparo de mercedes y de la estrechez intelectual e ideológica de
las nuevas dirigencias. Pronto, y con el aplauso de bases y dirigentes, la
independencia sindical fue abolida de hecho, mientras los sindicatos se diluían
en una bolsa amorfa y dúctil a la que se vino a llamar “movimientos sociales”.
Así, más de un siglo de heroica y trascendental lucha sindical quedó sepultada
por la sumisión indigna al nuevo desgobierno, reeditándose la inefable práctica
del cacicazgo colonial, por la cual el cacique se constituía en vehículo
directo para el sometimiento de las comunidades indígenas.
Los partidos
políticos son agrupaciones estables y permanentes de ciudadanos en torno a un
determinado proyecto político. Tienen dos objetivos esenciales. 1. Garantizar
el ejercicio de la soberanía popular a través de la gestión del poder político
(gobierno). 2. Garantizar la participación formada y orientada de la ciudadanía,
mediante su actuación permanente desde el poder o desde la oposición.
Invariablemente,
los partidos políticos democráticos se forjan alrededor de un programa, el cual
da vida a particulares estructuras orgánicas democráticas en las que el
militante (ciudadano políticamente organizado) juega un papel protagónico, y a
liderazgos alternantes. Sin embargo, el atraso terminó por devorar estos
principios.
Desde
siempre, y hoy más que nunca, los partidos se han convertido en instrumentos al
servicio de caudillos autocráticos, debido a su carisma o a su poder pecuniario,
mientras el militante deviene en cortesano, súbdito al servicio del jefe.
Envilecidos,
los partidos se lanzan al ruedo político enarbolando la imagen del caudillo,
erigida a dimensiones sacras. Los programas no importan, y si existen es muy
difícil encontrar diferencias de fondo entre unos y otros; lo que importa es la
toma del poder por el caudillo y su corte, concebidos, por obra y gracia de la
demagogia, en solución providencial a todos los males.
Este hecho
explicaría por qué los partidos sólo operan en períodos electorales
–abandonando su acción permanente, sobre todo los opositores-, dejando a la
ciudadanía sin orientación, menos organización, a merced de la arbitrariedad de
los poderosos. Al sólo servir de herramientas electorales, los partidos
políticos son incapaces de cumplir con su función representativa, debido a que
incumplen su rol esencial: contribuir a la formación de la voluntad política,
base del consentimiento del soberano. Al mismo tiempo, al servir de escalera
para la ascensión del caudillo al poder, los partidos políticos impiden la
formación de nuevos liderazgos que permitan no sólo conducciones nuevas sino
una acción más efectiva sobre la ciudadanía.
En este escenario, los partidos
opositores deberían entender que de su actuación permanente depende además la
existencia de otro principio democrático: la alternancia en el gobierno. Desde
el llano, y al encarnar un curso de acción distinto al del gobierno, su misión
no sólo reside en cuestionar errores o apoyar aquello que beneficie a todos,
sino en ganar a la ciudadanía a su particular visión del país.
Si el partido opositor sólo actúa en
períodos electorales, en los que manda la propaganda antes que la educación
ciudadana, embarga el pensamiento y la acción consciente de la ciudadanía en
torno a los asuntos públicos, impidiendo así que el pueblo pueda consentir la
delegación de su soberanía por voluntad propia.
Más aún. Si se trata de enfrentar a
regímenes autoritarios como el actual, invernar entre campaña y campaña, no
sólo deja a la ciudadanía a merced de la acción atrabiliaria del gobierno, sino
que favorece y refuerza toda iniquidad.
En la lucha por el poder, contra el
poder -cuando éste vulnera derechos y/o desoye aspiraciones del soberano- o
entre sectores de la propia sociedad, la Democracia establece métodos de acción
o lucha que se asientan en el respeto a los derechos humanos y que se conocen como
No Violencia.
La No Violencia implica que en
Democracia los conflictos entre la sociedad y el Estado, o entre los propios
ciudadanos, deben resolverse de forma humanizada, evitándose causar daño, de
palabra, obra u omisión, a todo ser humano.
La acción no violenta opera en dos
escenarios: 1. Aborda la solución de todo conflicto sin vulnerar los derechos
de ninguna de las personas involucradas, menos de terceros, buscando la
solución más aceptable para las partes en pugna, generalmente a través de
acuerdos que importen ceder en la aspiración del bien común; el diálogo de
buena fe es el insumo esencial, la mediación imparcial su herramienta más
importante. 2. Cuando la sociedad se enfrenta a tendencias autoritarias que
apelan a la imposición y a la violencia, usa métodos no violentos que afecten al
desempeño normal del poder (huelgas, desobediencia civil, no colaboración,
movilizaciones, boicots, etc.), sin que se provoque daño alguno a ninguna de las
personas de los sectores enfrentados, filosofía y acciones que fortalecen la
legitimidad de la lucha y que debilitan moral y socialmente a las tendencias afianzadas
en la arbitrariedad y la violencia.
Sin embargo, como en el resto de los
principios democráticos, éste es también un bien escaso. En general y desde
siempre –con mayor o menor disimulo-, desde el Estado (sometido al poder
político), se apela a la violencia, básicamente para acallar la voz disidente,
bajo diferentes recursos que muestran los múltiples rostros que adquiere el
envilecimiento de la institucionalidad democrática: judicialización de la
política, politización de la justicia, persecuciones ilegales, ejecuciones
sumarias, detenciones injustas, acciones represivas, etc.
No se puede dejar de señalar que el
uso de la imposición y de la violencia como instrumentos para la resolución de
conflictos es propio también de sectores ciudadanos. No son pocos los ejemplos
de grupos soliviantados que ganan las calles vulnerando el derecho al libre
tránsito o a la seguridad de quienes son ajenos al conflicto o de las propias
fuerzas del orden, inspirados por visiones también autoritarias que buscan
imponer sus apetencias.
Bajo el régimen actual, no sólo que la
violencia se mantiene, sino que se perfecciona. Superando incluso a épocas
dictatoriales, en las que se debía caminar “con el testamento bajo el brazo”,
la sociedad es testigo de feroces masacres y enfrentamientos encarnizados,
siempre impunes, rodeados por la brutal duda de si fueron o no fríamente
planificados, que muestran que ante cualquier conflicto, la única acción posible
es el golpe de mano, precedido por el diálogo simulado y artero.
Siguiendo la orientación de mantener
la ficción democrática, antes de toda acción represiva, el actual régimen ha
protagonizado apasionadas apologías del diálogo, ya sea con sectores opositores,
disidentes o independientes. Empero, y en todos los casos, el diálogo terminó
en emboscada: quienes terciaron como interlocutores, además de aparecer en la
foto y el spot, terminaron perseguidos, encarcelados, o con la dignidad en
entredicho.
En este instante, la existencia en
Bolivia de una pseudo-democracia no es consecuencia de la presencia de un régimen
autoritario; es a la inversa: existe un régimen autoritario porque vivimos en
una pseudo-democracia. La diferencia entre los gobiernos anteriores y el
presente, es que los primeros medraron al amparo de la Democracia deformada,
mientras que en manos del segundo, la Democracia se extingue sin siquiera haber
vivido. De ahí que no resulte exagerado señalar que el llamado Proceso de
Cambio, bandera del gobierno autoritario, ha demostrado ser, además de un
experimento costoso en vidas y pobre en resultados, aciago para la libertad y
la Democracia.
Sin duda alguna, la causa del perenne
desgobierno se encuentra en el atraso que ha alimentado la vocación autoritaria
de las clases dominantes que se han alternado en el poder, las cuales han
cabalgado, según convenía, en la apariencia democrática o en la feroz opresión.
Sin embargo, esta afición autoritaria también ha sido y es compartida por la
ciudadanía, la misma que ha demostrado una inclinación incivil a apoyar
regímenes pseudo-democráticos de todos los matices ideológicos, incluso
dictatoriales, a cambio de obtener algún tipo de beneficio: de la tranquilidad
mezquina al rédito económico.
En esta situación, la visión meramente
electoral de la oposición favorece a la acción atrabiliaria del régimen
autoritario: no sólo que refleja el mismo apetito de ascender al poder sobre
los hombros de una ciudadanía enceguecida por la ignorancia de su rol soberano,
sino también por efecto del manoseo emocional de la propaganda electoral.
No me queda duda que la derrota del
régimen autoritario, guiada por los principios de la Democracia, no puede tener
otra tarea central que la toma de conciencia del ciudadano sobre su condición
de soberano. Toda acción que se impulse en esa perspectiva, debe tener como
objetivo despertar la “Conciencia Para Sí” de la ciudadanía, de manera que su
incultura en torno a su papel en Democracia no de vida a una una nueva ficción
de gobierno democrático o, peor aún, no permita que el actual gobierno haga realidad
el sueño del prorroguismo: el destino seguro sería el endurecimiento del
régimen autoritario, próximo a la autocracia. Dicho de otra manera: “Para que
la Democracia levante vuelo, primero tiene que echar raíces”. De lo contrario,
sería un banal intento de edificar en medio de un pantano. Más claro: ni
restauración ni continuismo: ¡Democracia!
En esa perspectiva, antes que definir
o buscar un “caudillo bueno” que termine con la pesadilla actual, los sectores
opositores, reunidos en partidos o desde la ciudadanía, tienen la tarea de
forjar un movimiento unitario en torno a los principios que dan vida a la
Democracia, sin concesiones. En estos instantes, cuando el autoritarismo
arrecia, tener como norte la erección de una alianza electoral, reduce la
defensa de la Democracia a una simple sumatoria de sombras y fantasmas. No debe
olvidarse que al frente no se tiene un opositor democrático que tercia por
ganar la representación del soberano, sino una tendencia autoritaria que busca
acabar con la Democracia, de manera que el maquillaje y el exhibicionismo
electoral, salen sobrando.
Además de asentarse en el compromiso
por y con la Democracia –sin poses ni engañifas-, tal movimiento debería
concertar un programa de transición que permita sentar las bases para el
desarrollo, por fin, de un régimen democrático vigoroso e indeleble; esbozar un
programa político que siente las bases para avanzar hacia el esquivo progreso; y
poner en pie una estructura que permita la acción creativa y activa, con y
desde la ciudadanía, a fin que sea la acción no violenta la que permita, ahora,
frenar al autoritarismo, y luego sellar su derrota en las urnas, a las que por
fin asistiremos con la conciencia de que somos el soberano, nunca más indignos
y ciegos vasallos.
No es momento para la mezquindad o la
ceguera. Llega la hora de entender que la Democracia no es una promesa o simple
apariencia, la Democracia es destino; y si Bolivia quiere ser, de verdad,
tendrá que ser democrática.